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Annual: todas las guerras, todas las víctimas

En este año 2021, cien aniversario del conocido como Desastre de Annual, la industria editorial española ha publicado buen número de títulos sobre aquel luctuoso hecho de armas, que supuso la derrota del ejército de la Comandancia de Melilla y dio paso a la creación de un efímero Estado norteafricano, ajeno por completo al Reino de Marruecos: la República Confederada de las Tribus del Rif.

Autor: Las Nueve Musas

Horacio Echevarrieta y el líder rifeño Abd el-Krim, durante la reunión que mantuvieron ambos en 1923.
Horacio Echevarrieta y el líder rifeño Abd el-Krim, durante la reunión que mantuvieron ambos en 1923.

Buen número de esos libros ofrecen un amplio trabajo de documentación basado en el estudio exhaustivo de los archivos militares; algunos también destacan por su rigor y ponderación, pero prácticamente todos presentan una visión parcial de los hechos, limitada a la parte española.

Por último, entre esos títulos no faltan los que renuncian a un análisis histórico riguroso, para expresar posiciones patrióticas a ultranza, henchidas de prejuicio y a menudo cargadas de dobles verdades, que también es una forma de mentir.

Anual: todas las guerras, todas las víctimas procura eludir esas fallas, en el intento de ofrecer una perspectiva bifronte del conflicto.

La retirada de Annual, saldada con la muerte de 10.000 soldados españoles, 2.000 combatientes indígenas del ejército español y un número indeterminado de sus contendientes rifeños, tuvo lugar en el marco de la llamada Guerra de Marruecos, o Guerra del Rif (1909-1927), conflicto que supuso la primera respuesta insurgente al reparto colonial de África derivado de la Conferencia de Berlín (1884-1885) y posteriores tratados.

Su detonante oficial fue la creación del Protectorado español de Marruecos, contra el que se alzaron las cabilas (tribus) más levantiscas del norte del país; su causa real, ligada por supuesto a la anterior, la explotación de las minas regionales, iniciativa empresarial que reunió a buena parte de la oligarquía económica española y que ya había supuesto la presencia militar española antes de instituirse el Protectorado.

Es difícil establecer grados de crueldad entre conflictos armados, pero aquella fue, sin duda, una guerra especialmente sanguinaria, con actos infames por parte de los dos bandos antes, durante y después del «Desastre» propiamente dicho, aunque en España tiendan a ocultarse las propias sevicias.

Y también una guerra prototípica en el sentido de que la organizaron unos cuantos ricos para que los pobres —de aquí y de allá— murieran por ellos, o, mejor dicho, en beneficio de sus intereses materiales más espurios. Porque, si los rifeños tuvieron que afrontar una guerra que les vino impuesta desde el exterior, los soldados españoles —mal vestidos y alimentados, y carentes de la adecuada instrucción militar— eran extraídos de las clases humildes de la sociedad gracias a un sistema de reclutamiento que favorecía a los más adinerados.

Pero no acaban con lo anterior las maldades de aquella guerra infausta. Un rey acomplejado por el Imperio perdido en 1898, Alfonso XIII, no dudaba en sacrificar a su pueblo en aras de la que creía su propia gloria militar. Para lograr tales laureles, a su servicio tenía un ejército plagado de oficiales y jedes corruptos que sangraban el presupuesto en beneficio del propio peculio. La misma milicia que engendró a los conocidos como «africanistas», militares que aprendieron las más sucias artes de la guerra para luego trasplantarlas a España, en la represión de Asturias primero, después con ocasión de la guerra (in) civil.

Manuel Fernández Silvestre, comandante general de Melilla y en gran medida responsable del desastre militar por su temeridad y desprecio del enemigo, hubo de enfrentarse a un hombre sin duda brillante como organizador de su pueblo; un caudillo militar surgido de la nada, que antes de la guerra había servido con lealtad a España pero fue tratado sin ninguna lealtad por esta.

Se llamaba Mohamed Ben Abd el-Krim el-Jattabi y fue presentado como un monstruo ante la opinión pública española (por tal se le sigue teniendo), aunque la investigación histórica posterior le exculpa de las atrocidades que se le achacan, sin por ello estar su persona libre de sombras. Con el paso de las décadas, Abdelkrim —como era conocido por los españoles— se convirtió en todo un icono de los movimientos de liberación nacional y popular del Tercer Mundo, condición que también ha sido ocultada en España, dadas las resistencias a reconocer que la Guerra del Rif no fue sino un conflicto colonial.

Abdelkrim recurrió al llamado del Islam para conferir una unidad mínima de acción a las cabilas rifeñas, con una tradición de férreo individualismo; pero no era un fanático religioso. También fue un estadista notable, capaz de organizar con recursos mínimos y en guerra un Estado independiente del sultanato marroquí, al cual no se consideraba perteneciente por las diferencias culturales entre árabes y bereberes. Abrió escuelas y hospitales en la medida de sus parvas posibilidades; también mejoró caminos, acuñó moneda, adiestró un ejército regular y creó un cuerpo policial. Pero su pequeña república había nacido demasiado pronto, dado el compás de la historia, y no pudo resistir el embate militar conjunto de franceses y españoles.

Sostuvo Abdelkrim, con razón o no, que los aviadores militares eran los mayores criminales del mundo. Ellos habían bombardeado los aduares para castigar a la población civil rifeña, antes de la derrota española, y después repitieron la maniobra lanzando bombas químicas de uso prohibido por la comunidad internacional. A sus efectos achacan distintos estudios científicos los numerosos casos de cáncer que padece la región, todavía en la actualidad, un siglo después.

Cien años en los que han perdurado muchas mentiras y malentendidos que merece la pena erradicar, en beneficio por igual de españoles y rifeños.


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